El ruise–or Hans Christian Andersen En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos a–os de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el m‡s esplŽndido del mundo entero, todo Žl de la m‡s delicada porcelana. Todo en Žl era tan precioso y fr‡gil, que hab’a que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jard’n estaba lleno de flores maravillosas, y de las m‡s bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. S’, en el jard’n imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no ten’a idea de d—nde terminaba. Si segu’as andando, te encontrabas en el bosque m‡s esplŽndido que quepa imaginar, lleno de altos ‡rboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones pod’an navegar por debajo de las ramas, y all’ viv’a un ruise–or que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche sal’a a retirar las redes, se deten’a a escuchar sus trinos. -ÁDios santo, y quŽ hermoso! -exclamaba; pero luego ten’a que atender a sus redes y olvidarse del p‡jaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repet’a-: ÁDios santo, y quŽ hermoso! De todos los pa’ses llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jard’n; pero en cuanto o’an al ruise–or, exclamaban: -ÁEsto es lo mejor de todo! De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de Žl, y los sabios escrib’an libros y m‡s libros acerca de la ciudad, del palacio y del jard’n, pero sin olvidarse nunca del ruise–or, al que pon’an por las nubes; y los poetas compon’an inspirad’simos poemas sobre el p‡jaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sill—n de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hac’a con la cabeza un gesto de aprobaci—n, pues le satisfac’a leer aquellas magn’ficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jard’n. ÇPero lo mejor de todo es el ruise–orÈ, dec’a el libro. ÇÀQuŽ es esto? -pens— el Emperador-. ÀEl ruise–or? Jam‡s he o’do hablar de Žl. ÀEs posible que haya un p‡jaro as’ en mi imperio, y precisamente en mi jard’n? Nadie me ha informado. ÁEst‡ bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!È Y mand— llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrev’a a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: ÇÁP!È. Y esto no significa nada. -Segœn parece, hay aqu’ un p‡jaro de lo m‡s notable, llamado ruise–or -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; Àpor quŽ no se me ha informado de este hecho? -Es la primera vez que oigo hablar de Žl -se justific— el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte. -Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo. -Es la primera vez que oigo hablar de Žl -repiti— el mayordomo-. Lo buscarŽ y lo encontrarŽ. ÀEncontrarlo?, Àd—nde? El dignatario se cans— de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos pregunt— hab’a o’do hablar del ruise–or. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas f‡bulas que suelen imprimirse en los libros. -Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantas’as y una cosa que llaman magia negra. -Pero el libro en que lo he le’do me lo ha enviado el poderoso Emperador del Jap—n -replic— el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero o’r al ruise–or. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar bajo mi especial protecci—n. Si no se presenta mandarŽ que todos los cortesanos sean pateados en el est—mago despuŽs de cenar. -ÁTsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con Žl, pues a nadie le hac’a gracia que le patearan el est—mago. Y todo era preguntar por el notable ruise–or, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclam—: -ÁDios m’o! ÀEl ruise–or? ÁClaro que lo conozco! ÁquŽ bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que est‡ enferma. Vive all‡ en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruise–or. Y oyŽndolo se me vienen las l‡grimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoci—n y dulzura. -Peque–a fregaplatos -dijo el mayordomo-, te darŽ un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruise–or; est‡ citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el p‡jaro sol’a situarse; media Corte tomaba parte en la expedici—n. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir. -ÁOh! -exclamaron los cortesanos-. ÁYa lo tenemos! ÁQuŽ fuerza para un animal tan peque–o! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo. -No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aœn tenemos que andar mucho. Luego oyeron las ranas croando en una charca. -ÁMagn’fico! -exclam— un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. -No, eso son ranas -contest— la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en o’rlo. Y en seguida el ruise–or se puso a cantar. -ÁEs Žl! -dijo la ni–a-. ÁEscuchen, escuchen! ÁAll’ est‡! -y se–al— un avecilla gris posada en una rama. -ÀEs posible? -dijo el mayordomo-. Jam‡s lo habr’a imaginado as’. ÁQuŽ vulgar! Seguramente habr‡ perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos. -Mi peque–o ruise–or -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. -ÁCon mucho gusto! - respondi— el p‡jaro, y reanud— su canto que daba gloria o’rlo. -ÁParecen campanitas de cristal! -observ— el mayordomo. -ÁMiren c—mo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiŽsemos visto. Causar‡ sensaci—n en la Corte. -ÀQuieren que vuelva a cantar para el Emperador? -pregunt— el p‡jaro, pues cre’a que el Emperador estaba all’. -Mi peque–o y excelente ruise–or -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podr‡ deleitar con su magn’fico canto a Su Imperial Majestad. -Suena mejor en el bosque -objet— el ruise–or; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompa–— gustoso. En palacio todo hab’a sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de l‡mparas de oro; las flores m‡s exquisitas, con sus campanillas, hab’an sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos produc’an tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no o’a ni su propia voz. En medio del gran sal—n donde el Emperador estaba, hab’an puesto una percha de oro para el ruise–or. Toda la Corte estaba presente, y la peque–a fregona hab’a recibido autorizaci—n para situarse detr‡s de la puerta, pues ten’a ya el t’tulo de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que pod’a empezar. El ruise–or cant— tan deliciosamente que las l‡grimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el p‡jaro las vio rodar por sus mejillas, volvi— a cantar mejor aœn, hasta llegarle al alma. El Emperador qued— tan complacido que dijo que regalar’a su chinela de oro al ruise–or para que se la colgase al cuello. Mas el p‡jaro le dio las gracias, diciŽndole que ya se consideraba suficientemente recompensado. -He visto l‡grimas en los ojos del Emperador; Žste es para m’ el mejor premio. Las l‡grimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanud— su canto con su dulce y melodiosa voz. -ÁEs la lisonja m‡s amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues cre’an que tambiŽn ellas pod’an ser ruise–ores. S’, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobaci—n, y esto es decir mucho, pues son siempre m‡s dif’ciles de contentar. Realmente el ruise–or caus— sensaci—n. Se quedar’a en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el d’a y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones. La ciudad entera hablaba del notabil’simo p‡jaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: ÇRuiÈ y respondiendo el otro: ÇSe–orÈ; luego exhalaban un suspiro, indicando que se hab’an comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos result— capaz de dar una nota. Un buen d’a el Emperador recibi— un gran paquete rotulado: ÇEl ruise–orÈ. -He aqu’ un nuevo libro acerca de nuestro famoso p‡jaro -exclam— el Emperador. Pero result— que no era un libro, sino un peque–o ingenio puesto en una jaula, un ruise–or artificial, imitaci—n del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rub’es y zafiros. S—lo hab’a que darle cuerda y se pon’a a cantar una de las melod’as que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo Žl un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: ÇEl ruise–or del Emperador del Jap—n es pobre en comparaci—n con el del Emperador de la ChinaÈ. -ÁSoberbio! -exclamaron todos, y el emisario que hab’a tra’do el ave artificial recibi— inmediatamente el t’tulo de Gran Portador Imperial de Ruise–ores. -Ahora van a cantar juntos. ÁQuŽ dœo har‡n! Y los hicieron cantar a dœo; pero la cosa no marchaba, pues el ruise–or autŽntico lo hac’a a su manera y el artificial iba con cuerda. -No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el comp‡s exactamente y sigue mi mŽtodo al pie de la letra. En adelante, el p‡jaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto Žxito como el otro; adem‡s, era mucho m‡s bonito, pues brillaba como un pu–ado de pulseras y broches. Repiti— treinta y tres veces la misma melod’a, sin cansarse, y los cortesanos quer’an volver a o’rla de nuevo, pero el Emperador opin— que tambiŽn el ruise–or verdadero deb’a cantar algo. Pero, Àd—nde se hab’a metido? Nadie se hab’a dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, hab’a vuelto a su verde bosque. -ÀQuŽ significa esto? -pregunt— el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al p‡jaro de desagradecido-. Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mec‡nica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigŽsimo cuarta vez la misma canci—n; pero como era muy dif’cil no hab’a modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hac’a lenguas del arte del p‡jaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no s—lo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino tambiŽn interiormente. -Pues f’jense Vuestras Se–or’as, y especialmente Su Majestad, que con el ruise–or de carne y hueso nunca se puede saber quŽ es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo est‡ determinado de antemano. Se oir‡ tal cosa y tal otra, y nada m‡s. En Žl todo tiene su explicaci—n: se puede abrir y poner de manifiesto c—mo obra la inteligencia humana, viendo c—mo est‡n dispuestas las ruedas, c—mo se mueven, c—mo una se engrana con la otra. -Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el pr—ximo domingo mostrara el p‡jaro al pueblo-. Todos deben o’rlo cantar -dijo el Emperador; y as’ se hizo, y qued— la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con tŽ, pues as’ es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: ÇÁOh!È, y levantando el dedo ’ndice se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que hab’an o’do al ruise–or autŽntico, dijeron: -No est‡ mal; las melod’as se parecen, pero le falta algo, no sŽ quŽ... El ruise–or de verdad fue desterrado del pa’s. El p‡jaro mec‡nico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que hab’a sido obsequiado -oro y piedras preciosas- estaban dispuestos a su alrededor, y se le hab’a conferido el t’tulo de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categor’a de nœmero uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el m‡s noble, por ser el del coraz—n, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribi— una obra de veinticinco tomos sobre el p‡jaro mec‡nico; tan larga y erudita, tan llena de las m‡s dif’ciles palabras chinas, que todo el mundo afirm— haberla le’do y entendido, pues de otro modo habr’an pasado por tontos y recibido patadas en el est—mago. As’ transcurrieron las cosas durante un a–o; el Emperador, la Corte y todos los dem‡s chinos se sab’an de memoria el trino de canto del ave mec‡nica, y precisamente por eso les gustaba m‡s que nunca; pod’an imitarlo y lo hac’an. Los golfillos de la calle cantaban: ÇÁtsitsii, cluclucluk!È, y hasta el Emperador hac’a coro. Era de veras divertido. Pero he aqu’ que una noche, estando el p‡jaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oy— de pronto un ÇÁcrac!È en el interior del mecanismo; algo hab’a saltado. ÇÁSchnurrrr!È, se escap— la cuerda, y la mœsica ces—. El Emperador salt— de la cama y mand— llamar a su mŽdico de cabecera; pero, ÀquŽ pod’a hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregl— un poco el ave; pero manifest— que deb’an andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la mœsica. ÁQuŽ desolaci—n! Desde entonces s—lo se pudo hacer cantar al p‡jaro una vez al a–o, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo. Pasaron cinco a–os, cuando he aqu’ que una gran desgracia cay— sobre el pa’s. Los chinos quer’an mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya hab’a sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca. -ÁP! -respond’a Žste, sacudiendo la cabeza. Fr’o y p‡lido yac’a el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo cre’a ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio sal’an precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un tŽ muy concurrido. En todos los salones y corredores hab’an tendido pa–os para que no se oyera el paso de nadie, y as’ reinaba un gran silencio. Pero el Emperador no hab’a expirado aœn; permanec’a r’gido y p‡lido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abr’a en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al p‡jaro mec‡nico. El pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abri— los ojos y vio que era la Muerte, que se hab’a puesto su corona de oro en la cabeza y sosten’a en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magn’fico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extrav’as cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresi—n dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se hab’a sentado sobre su coraz—n. -ÀTe acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ÀY de tal otra? -Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente. -ÁYo no lo sab’a! -se excusaba el Emperador-. ÁMœsica, mœsica! ÁQue suene el gran tambor chino -grit—- para no o’r todo eso que dicen! Pero las cabezas segu’an hablando y la Muerte asent’a con la cabeza, al modo chino, a todo lo que dec’an. -ÁMœsica, mœsica! -gritaba el Emperador-. ÁOh tœ, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colguŽ del cuello mi chinela dorada. ÁCanta, canta ya! Mas el p‡jaro segu’a mudo, pues no hab’a nadie para darle cuerda, y la Muerte segu’a mirando al Emperador con sus grandes —rbitas vac’as; y el silencio era lœgubre. De pronto reson—, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el peque–o ruise–or vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situaci—n del Emperador, hab’a acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto m‡s cantaba, m‡s palidec’an y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre aflu’a con m‡s fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prest— o’dos y dijo: -Sigue, lindo ruise–or, sigue. -S’, pero, Àme dar‡s el magn’fico sable de oro? ÀMe dar‡s la rica bandera? ÀMe dar‡s la corona imperial? Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruise–or sigui— cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las l‡grimas de los supervivientes. La Muerte sinti— entonces nostalgia de su jard’n y sali— por la ventana, flotando como una niebla blanca y fr’a. -ÁGracias, gracias! -dijo el Emperador-. ÁBien te conozco, avecilla celestial! Te desterrŽ de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos esp’ritus, has ahuyentado de mi coraz—n la Muerte. ÀC—mo podrŽ recompensarte? -Ya me has recompensado -dijo el ruise–or-. ArranquŽ l‡grimas a tus ojos la primera vez que cantŽ para ti; esto no lo olvidarŽ nunca, pues son las joyas que contentan al coraz—n de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguirŽ cantando. As’ lo hizo, y el Soberano qued— sumido en un dulce sue–o; ÁquŽ sue–o tan dulce y tan reparador! El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despert—, sano y fuerte. Ninguno de sus criados hab’a vuelto aœn, pues todos lo cre’an muerto. S—lo el ruise–or segu’a cantando en la rama. -ÁNunca te separar‡s de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantar‡s cuando te apetezca; y en cuanto al p‡jaro mec‡nico, lo romperŽ en mil pedazos. -No lo hagas -suplic— el ruise–or-. ƒl cumpli— su misi—n mientras pudo; gu‡rdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero perm’teme que venga cuando se me ocurra; entonces me posarŽ junto a la ventana y te cantarŽ para que estŽs contento y reflexiones. Te cantarŽ de los felices y tambiŽn de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tœ saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la caba–a del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu coraz—n a tu corona... aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. VolverŽ a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa. -ÁLo que quieras! -dijo el Emperador, incorpor‡ndose en su ropaje imperial, que ya se hab’a puesto, y oprimiendo contra su coraz—n el pesado sable de oro. -Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ÁSaldr‡s ganando! Y se ech— a volar. Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, s’, y el Emperador les dijo: ÁBuenos d’as!